El Fin De Todos Los Males

Capítulo 1

Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

El hombre nacido de mujer, corto de días, y harto de sinsabores. Job 14: 1

icen que la vida le pasa ante los ojos a uno cuando está a punto de morir. Estupideces que dice la gente ---pensaba yo---, pues a mi la vida me ha pasado por la mente tantas veces y aun estoy aquí. La gente dice una de cosas ---decía. Como mi madre, por ejemplo: "Los muchachos olvidan las penas más rápido." Y aunque a este punto de mi existencia he terminado dándole la razón a mi madre en casi todo cuanto dijera, en esto ciertamente no la tenía. Tan cierto como que veintidós años después lo sigo recordando. Pero de que la vida nos pasa ante los ojos antes de morir, nos pasa. Debe ser un acto de misericordia del Cielo, esa reflexión que nos llega junto con la certeza de la muerte próxima. Y no me refiero a una introspección o a un recuento de metas y objetivos realizados y por realizar. Eso lo hace uno cuando se mira al espejo y comienza a ver las primeras canas, o las primeras arrugas, o a notar que la frente se hace más grande. Me refiero a buscarle respuesta a la pregunta que solo los más iluminados se hacen: ¿Qué hago yo aquí? Pasamos por la vida queriéndola vivir, y creyéndonos que sabemos cómo; y cuando esta va a terminar, es que nos preguntamos si había un propósito. ¡Benditos los que se hicieron esta pregunta antes de que la muerte tocara su puerta! Al resto de nosotros, lo único que nos queda es preguntarnos si valió la pena. Esta noche la vida realmente me pasa por los ojos, y he descubierto que nunca he existido. Y me doy cuenta de que no habrá un mañana, así que no existiré. No hay segundas oportunidades después de la muerte. Siempre critiqué la humanidad entera, y nunca me di cuenta de que yo estaba en el mismo bote. Ciertamente fue el hombre más sabio sobre la tierra aquel que dijo que todo es vanidad. Y ahora que veo mi vida pasar ante mi, solo la puedo describir como una pérdida de tiempo y un derroche de energía para obtener nada. Porque eso es todo lo que he obtenido y lo que voy a disfrutar mañana. Lo único que realmente importa siempre estuvo ahí y no lo disfruté, por perder mi tiempo tratando de alcanzar lo vanal, lo insustancial, lo efímero, una fantasía alimentada por el egoísmo que todos llevamos dentro y nos domina. Y ahora aborrezco todo aquello que antes perseguí, y lo cambiaría todo por una oportunidad de decir y demostrar aquello que mi orgullo no me permitió. Lo daría todo por disfrutar por un instante aquello que realmente importa.

¿Cómo le estará yendo a Luis? Seguro que mejor que a mí. Luis siempre fue más fuerte. Yo no. Yo lloraba hasta cuando veía a Dumbo. Durante el entierro de Rafaelito, yo estaba llorando y él ni siquiera un sollozo. Estaba allí, de pie, serio como nunca lo había visto. Solo cuando lanzó la rosa sobre el ataúd ya dentro de aquel agujero en la tierra, dejó escapar una lágrima. Vivimos rodeados de dolor y sufrimiento. Tal vez por eso es que queremos vivir de fiesta en fiesta, y hacer mucho dinero para escapar de esa realidad. Pero la realidad no deja de ser, por darnos la vuelta. Solo nos adaptamos a ella. Nos adaptamos tan bien, y las cosas nos llegan a parecer tan normales, que un día nos encontramos a nosotros mismos sentados frente al televisor preguntándonos cómo la gente en tal o cual país pueden vivir como viven, sin darnos cuenta de que en nuestro propio país, que apenas mide poco más de tres mil quinientas millas cuadradas, y que no está en guerra con nadie, unas novecientas personas son asesinadas cada año. Pasamos esa realidad por alto hasta que un día un ser querido viene a ser uno de esos novecientos. Porque aunque nos enajenemos, y hagamos suficiente dinero como para encerrarnos a vivir en una fortaleza, la realidad nos sigue esperando afuera. Yo tomé conciencia de que algo andaba mal con este mundo cuando aun era un niño. Aquel miércoles en que Rafael Antonio cumplía doce años. Y lo confirmé tres días después. Pero no fue hasta hace poco que entendí qué era lo que andaba mal. Sin embargo, durante mi niñez, yo, como todos los demás, me adapté. Me adapté a ver gente gritando los nombres de distintas drogas, algunos procurándolas, otros ofreciéndolas; en una bulliciosa compraventa que era como estar en el World Trade Center de las sustancias controladas. Me adapté a las incursiones de la policía, a que alguna que otra noche el helicóptero de la policía alumbrara hacia dentro de mi finestra y me despertara, y a tener que estar tirado en el suelo boca abajo durante alguna redada para no recibir un macanaso por simplemente haberme tocado vivir donde viví. Me adapté a convivir con el alboroto, la basura y la violencia del caserío donde crecí. A distinguir entre petardos y tiros. Incluso a distinguir entre armas cortas y largas, con solo escucharlas. Tanto me adapté que hasta este momento no deja de darme gracia el recordar aquellos días en que me despertaba de madrugada con el inconfundible martilleo de los AK-47 y el salto ritual de Luis José desde la litera superior, en aquellos días de la guerra entre el residencial donde vivíamos y la gente de Dominus Deus; quienes pasaban de madrugada a toda velocidad por la avenida, disparando hacia los edificios. Recuerdo que una de esas madrugadas una bala entró por una ventana matando a una bambina mientras dormía.

Vivíamos en un tercer piso; mi madre, el recuerdo de mi hermano Adrián, que era siete años mayor, y yo. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Un asaltante le disparó en el rostro en el recibidor del edificio. Yo estaba muy pequeño como para recordar. Pero mi hermano sí lo recordó. Cuatro años después mi hermano le dispararía nueve tiros en el rostro a aquel individuo. El asesino de mi padre apenas estuvo dos años en la cárcel. Mi hermano, por otro lado, no solo fue juzgado como adulto, sino que nunca salió de la cárcel. Pero así es la justicia de los hombres. Pero, aunque preso, mi hermano llegó a ser verdaderamente libre. En realidad Adrián era mi medio hermano por parte de mi madre. Cuando mis padres se casaron ya Adrián tenía cinco años. Es por eso que sus apellidos eran Bebas Miranda y no López Miranda.

Dicen que los amigos son los hermanos que uno mismo escoge. Yo escogí dos. Luis José Méndez Rivera y Rafael Yang Tertidur. Luis José era el menor de ocho hermanos. Yo nunca me aprendí los nombres de pila de todos ellos. No sé si por falta de imaginación de los padre de Luis, pero todos se llamaban José algo o Luis algo. Menos Ramón, el del afro. Ramón Kíatán Rivera, es su nombre completo. Todos los hermanos de Luis José se parecían. Indios, pelo negro y robustos. Luis solo se parecía a ellos en el color del pelo, pues era más bien blanquito, de ojos grises y más bajo y flaco de lo que habían sido sus hermanos a su edad. Todos tenían apodos como "el husky", "el pit bull", "el Hulk". Y la gente a veces usaba los mismos sobrenombres en plural para referirse a todos ellos como "los husky", "los pit bulls", "los Hulk". Pero aquel del afro no solo se distinguía de entre sus hermanos por el pelo, sino por su estatura, la cual supuestamente heredara del abuelo. Un negro, pero negro de verdad. De esos que en la noche no se ven si no se ríen. De ojos ardientes en sangre y casi siete pies de altura. Abuelo Chaka le decían, con una familiaridad sin fundamento, pues Ramón era el único con suficiente edad para recordarlo. No era solo el mayor de todos los hermanos, sino también el más alto y el más fornido de todos. Según decían, no le tenía miedo a nada ni a nadie. Sin embargo, yo lo recuerdo como un individuo de unos modales y una cortesía que no encajaban con el ambiente donde vivíamos. Que inclinaba el rostro cuando su madre, que apenas sobrepasaba su cintura, lo regañaba, aunque no tuviera la razón. Las historias de sus viejas hazañas, habían relegado las de peleas a machetazos de aquel abuelo legendario. Una noche, antes de yo haber nacido, en que Ramón estaba haciendo una llamada desde el único teléfono público que funcionaba en el caserío, el cual estaba a la entrada del cuartel de la policía, vio a cinco guardias golpeando a un muchacho. Al decirles que si ya tenían al muchachito esposado no había necesidad de tanta violencia, un oficial le replicó que se cagara en su madre y no se metiera en lo que no le importaba. No pasó un segundo cuando aquel guardia salió volando por los aires. Hubo que llamar refuerzos, y solo cuando el número de policías llegó a la veintena pudieron someterlo. Solo de imaginármelo en sus tiempos usando su capoeira, se me paran los pelos... En otra ocasión un individuo le dio tremenda golpiza a su mujer, una antigua novia de Ramón que vivía justo al frente, a dos pasos de su apartamento. Cuando Ramón se enteró esperó aquel hombre en la puerta. Cuando finalmente apareció aquella noche, andando como si nada hubiera pasado, Ramón, sin mediar palabra, le dio un solo derechazo en el rostro que bastó para que el hombre perdiera cuatro dientes y no recuperara el conocimiento sino cuando ya estaba camino al hospital. El tipo no regresó por allí ni a buscar su ropa. Estas y muchas historias más se contaban del mayor de los hermanos de Luis.

Al principio, yo siempre dudé de la veracidad de todas aquellas historias. Especialmente porque todas, al parecer, habían ocurrido de noche; y tanta coincidencia no me parecía verosímil. Eso hasta que fui testigo de la que sería su última historia, tres días después del cumpleaños de Rafael Antonio.

La hermana de Luis, la única mujer de entre los ocho, no era trigueña como el resto de los hermanos. Era una mulata hermosa de anchas caderas y cinturita de avispa. Negra, heredera del color de piel del abuelo; y protagonistas de las fantasías de mi adolescencia. Con su cabello tejido en largas y finas trenzas y sus ojos achinados. Yo le decía: la negrita del songoroconsongo. Porque siempre que la veía, lo que me venía a la mente era: "Que negrita perfilada. Todos la quieren tener." Un día Rafaelito entró buscando a Luis y la vio en ropa interior cruzando el pasillo, del baño a su cuarto. Que mucho lo envidié. Después que él me contó aquella experiencia, yo siempre miraba al fondo del pasillo, por si acaso el rayo caía dos voces en el mismo sitio. La hermana de Luis era codiciada por muchos, pero intimidaba a todos. No solo por su hermosura, o por ser la hermana de sus hermanos, o por ser una de las pocas personas en el caserío que estudió más allá de la escuela superior; sino más bien por su carácter "perro", como decían sus hermanos. Los pocos que se atrevieron a tratar fueron rechazados, pues ella aspiraba a algo más que "terminar viviendo en el apartamento de un residencial con un chorro de muchachos, tratando de vivir de la asistencia social", tal como había terminado su madre. Ella aborrecía el ambiente donde vivía. Las mujeres, como ella solía decir, "tirándose a todos los chamaquitos del barrio y pariendo como güimas". Los muchachitos vendiendo droga para tener dinero para cosas vanales, pues "hasta los calzoncillos tienen que ser de marca". No tenía una sola amiga en el caserío, pues para ella todas eran "un montón de chismosas noveleras que deberían ponerse a dedicarle el tiempo a su casa y sus hijos, en vez de estar puteando en la calle". Pero sobre todas las cosas aborrecía el "machismo prepotente" de los hombres de aquel lugar. Machismo que ella identificaba en su modo de andar, en sus conversaciones, en su vestimenta, en la música que oían. Por eso no se llevaba ni siquiera con sus hermanos, a quienes, con excepción de Ramón y Luis José, tachaba de viciosos y mujeriegos. También por eso fue que trató con desprecio al bichote de aquel lugar. Ella había sido el tema de conversación esa tarde en el punto donde Hari Majikan, mejor conocido por Papaíto, se sentaba en una silla mecedora como un rey en su trono, rodeado de sus bufones y su guardia personal, cuando ella llegó de la universidad.

---Miren y aprendan, ---dijo él. Y se levantó y fue hasta el carro de ella. Lo que él le dijo solo ellos dos lo supieron. Pero lo que ella le contestó lo escucharon todos.

---Si te crees que hay alguna cosa que tu me puedas ofrecer que haga que yo te abra las piernas, estas bien equivocado.--- Ella siguió andando y entró al edificio. Y él se volvió con una sonrisa seca que más bien era una mueca de rencor. Qué cosa peor se le puede hacer a una persona con el ego sobrecrecido que el humillarlo en frente de sus lacayos. Ella volvió a bajar. Se montó en su carro, y se fue a trabajar ignorando su presencia, tal y como lo hacía con todos, hasta con sus propios hermanos. Pero Papaíto no la pudo ignorar. La siguió con la mirada resuelto a hacerla pagar por aquel desplante.

Fue un viernes por la noche. Yo había bajado a botar la basura y me disponía ir a buscar a Luis cuando me encontré de frente con la leyenda; y de repente tuve la certeza de que todas aquellas increíbles historias habían sido reales. La hermana de Luis había llegado una media hora antes de su trabajo. Al bajar de su carro Papaíto le dijo que aquel era su estacionamiento, y que moviera el carro. ----Váyase al carajo, ----le dijo ella fría y serena, como el agua'e la nevera. Y Papaíto, sin ningún reparo le dio una bofetada. Ella se le abalanzó encima, pero fue sujetada por tres de los empleados de aquel individuo.

---No te voy a dar, ---le dijo él, aunque ya lo había hecho---. Pero te tengo una que te va a partir la cara.

---Tráeme a quien tú quieras, maricón.--- Y sacudiéndose las manos que la sujetaban corrió dentro del edificio.

---Y búscame a tus hermanos que los voy a explotar ---replicó, pero ella ya se había ido.

Eran como las once de la noche cuando yo bajé con la bolsa de basura, y me encontré a Ramón. Venía de la iglesia. Una evangélica que había allí mismo en el caserío; cuyos redundantes cánticos a todo volumen se mezclaba con el perenne "taka taka" del reggaetón y la música popular que sonaban a todo dar desde carros y apartamentos, los gritos de la incontables muchachería, el estruendo de aviones, cuya ruta de aterrizaje pasaba justo por allí, y el de las motoras y sirenas de ambulancias y patrullas que pasaban por la avenida, dándole a todas las noches del caserío una algarabía de fiesta patronal, que tal pareciera que nadie necesitara madrugar al día siguiente para ir a trabajar. Venía con su gran afro de siempre, aunque ya no tan grande como en algunas fotos viejas que yo viera, su bigote y chiva en forma de candado, y la Biblia en la mano derecha. Cuando me vio me grito "¡Chapulín!" como lo hacía cada vez que me veía, desde que a mi madre se le ocurrió disfrazarme de Chapulín Colorado, un día de brujas cuando yo tenía apenas cuatro o cinco años. Por más que aceleré el paso y traté de alejarme hacia su izquierda, su largo brazo siempre logró alcanzar mi cabeza y me despeinó totalmente, como siempre lo hacía. Aunque aquella vez fue más bien un gesto de aliento; pues apenas en la mañana había sido el entierro de Rafaelito. Ni él ni yo sabíamos lo que había ocurrido media hora antes. Y aunque su hermana no había tenido la mínima intención de contarle a ninguno de sus hermanos lo sucedido, Ramón se enteró tan pronto como entró al edificio. No hay nada que ocurra en el caserío que quede en secreto. Cuando yo volvía de tirar la basura noté que todo el mundo alrededor estaba mirando en la misma dirección. Incluso aquellos que procuraban alejarse del lugar lo hacían sin perder de vista aquella escena. Entonces miré y lo vi, caminando hacia la silla mecedora en medio del punto. Y de repente todo a mi alrededor comenzó a suceder como en cámara lenta; y supe de inmediato que algo terrible estaba por suceder, pues lo mismo había sentido tres días atrás. Ramón aun llevaba la Biblia en la mano. Papaíto sentado en la silla estaba pálido como quien ve la muerte. Esa escena fue lo primero que vino a mi mente uno de esos sábados en que sin ganas acompañé a Albertito a la iglesia que su tía solía visitar. En la escuela bíblica nos hablaron sobre la caída del Imperio Babilónico. Cuando la maestra comenzó a leer acerca de la mano que escribía sobre la pared, y de como el rey se asustó al ver tal cosa, me pareció que estaba más bien describiendo aquel tipo pálido y tembloroso sentado en la mecedora. Cuando finalmente se acordó de que tenía una Bereta nueve milímetros en la cintura, Ramón estaba tan cerca que no se atrevió a hacer ningún movimiento, sino hasta que uno de sus empleados, al cual apodaban Chino, le enterró un puñal en la espalda a Ramón entre la tercera y la cuarta vértebra lumbar. Ramón cayó de rodillas paralizado por la puñalada. Luego cayó sobre el codo derecho, y con su mano izquierda trató de alcanzar el puñal en su espalda. Papaíto se repuso de su terror al verlo caído y agarró un palo de golf que siempre tenía recostado del muro, como si fuera un símbolo de su poder. Trató de golpearlo con él, pero no lo consiguió. Ramón lo detuvo en el viaje con su mano izquierda y lo agarró con tal fuerza que el palo comenzaba a doblarse. Fue entonces que los demás comenzaron a patearlo. Y cuando hubo soltado el palo de golf, Papaíto lo golpeó hasta que ya no tuvo fuerzas para seguir haciéndolo.

Como la familia de Luis vivía en el piso trece al otro lado del edificio, no fue hasta que un muchachito, al que le decía Quique Eléctrico, corrió escaleras arriba y les dijo lo que estaba pasando, que se enteraron. Como el elevador siempre estaba dañado, cuando la mamá de Luis logró llegar abajo, ya dos de los hermanos de Ramón, junto con otros vecinos, lo habían montado en un carro y llevado al hospital. La hermana montó a Luis y a su mamá en su carro y se fueron también al hospital. Cuando el carro salió acelerado del estacionamiento, yo aun estaba parado exactamente en el mismo lugar desde donde había presenciado todo. Hasta aquel día Ramón había sido para Luis el único buen ejemplo de lo que un hombre debía ser. La verdad es que también lo había sido para mí.

En aquel momento no lo pensé, pero si algún tiempo después, mientras acompañaba a Albertito a la iglesia y escuchaba al predicador hablar de lo bueno que es Dios. ¿Si es tan bueno, cómo es que permite que pasen estas cosas? Pensaba. Y seguramente Albertito, aunque apenas había cumplido nueve años, pensaba lo mismo, pues dejó de acompañar a su tía a la iglesia.

Luis José, Rafael Antonio y yo, siempre estuvimos juntos desde el primer grado. Los tres mosqueteros, así nos puso de sobre nombre la novia de uno de los hermanos de Luis. Éramos inseparables. Los hermanos de Luis eran todos mucho mayores que él. Luis tenía doce años, y Luis Raúl, el hermano que le seguía, tenía como dieciocho, y hacía dos años que estaba preso. La hermana tenía como diecinueve, los demás varones estaban entre los veinte y los treinta, y Ramón de cuarenta y dos, hijo de un primer matrimonio. El papá de Luis murió antes de que él naciera, en una pelea entre borrachos, que se armó en una gallera. También otros cuatro hermanos, tres de los cuales él nunca conoció, habían muerto. Vivían todos apretados en aquel apartamento de tres dormitorios. Sus hermanos tal pareciera que se turnaran para pasar algunos meses en la cárcel o conviviendo con alguna amiga, para que siempre hubiera lugar suficiente en aquel apartamentito de caserío. Pero para aquel entonces Luis dormía más en mi casa que en la suya.

Gracias a la pequeña pensión que recibíamos desde la muerte de mi padre, quien tuvo visión de futuro, en casa éramos "ricos" en comparación con las demás familias del residencial. Al menos siempre había que comer. Otro que de vez en cuando se quedaba a dormir en casa era Rafaelito. Su único hermano, Miguel Alberto, era casi cuatro años menor. Su tía siempre se empeñó en que lo llamaran solamente Alberto pues decía que Miguel quiere decir "Aquel que es igual a Dios", y llamar a una persona por ese nombre es prácticamente una blasfemia. Así llegó a ser Alberto solamente, o Albertito. Aunque Rafael era como un hermano para Luis y para mi, Albertito estaba como agregado. Nos parecía más bien un estorbo. Así que al principio lo molestábamos llamándole asbesto, o A'betico, con exagerado acento cubano. En más de una ocasión lo molestamos hasta el punto de hacerlo llorar. Rafael siempre defendía a su hermano, pero se le hacía difícil defenderlo de nosotros. Pero con el tiempo Albertito llegó a ser tolerado como una mascota del grupo, pues nos resultó muy útil para llevar nuestros recaditos a las nenas que nos gustaban. Cuando Luis y Rafael no se quedaban en mi casa, Luis y yo nos quedábamos a dormir en la casa de Rafael. Pero ya para el tiempo en que nos graduamos de la elemental, también Albertito se quedaba a dormir en casa. La mamá de Rafael y Albertito era asistente de farmacia y el papá era guardia de seguridad, y tenían planes de mudarse del caserío.

Aquel miércoles en que Rafaelito cumplía los doce años, era el primero de nuestras vacaciones de verano, tras habernos graduado de sexto grado. Luis bajó temprano en la mañana a buscarme. Los dos vivíamos en el mismo edificio. Yo en el tercer piso, y él diez piso más arriba. Rafaelito vivía en el tercer piso, pero de otro edificio que quedaba detrás del nuestro. Nos llamábamos con un silbido particular que teníamos. Y desde el balcón de mi casa se veía al balcón de la suya. En los días en que no había mucho alboroto, hasta Luis alcanzaba a escuchar el silbido. Yo estaba desayunando cuando Luis llamó a la puerta con su inconfundible toqueteo y el usual jamaqueo del portón. Cuando abrí la puerta Luis estaba encaramado en la reja con los pies para arriba y la cabeza para abajo. Mi mamá sin tener que verlo, le gritó desde la cocina que le iba a romper el portón. Le pedí la bendición a mami y salí corriendo. Cruzamos del edificio donde vivíamos al edificio donde vivía Rafael. Subimos corriendo las escaleras y nos topamos en el segundo piso con un muchacho vestido de explorador, con un uniforme caqui, botas negras, un cinto verde sobre el pecho lleno de parches, y una pañoleta amarilla amarada al cuello con el nudo hacia el frente.

--- ¡Ey muchachos! ¿No les gustaría entrar a los Conquistadores? ---nos dijo.

--- ¿Eso es algo así como los Boy Scout? ---pregunté sin detenerme a esperar por la respuesta.

---Eso es pa' patos ---añadió Luis.

---No gracias. Ya nosotros tenemos nuestro propio club ---fue lo último que le dije y seguí corriendo escalera arriba. Luis como completando la frase dijo: ---Somos ñetas; ---y también corrió escaleras arriba. Pero a medio camino se detuvo, bajo unos cuantos escalones, los suficientes como para poder ver al joven, y dijo cruzando los dedos: ---De corazón.

Eso lo habíamos aprendido de Quique, quien oyó la frase de su padre, que había estado preso en Puerto Rico. Luis siempre fue el más chistoso de los tres. Siempre tenía un comentario o una mueca final. Pero no podía esperarse menos, pues toda su familia era así. Sus hermanos eran unos irreverentes charlatanes que hasta cuando discutían daban gracia. Su mamá, una señora de unos sesenta años, bajita, trigueña, algo obesa, siempre vistiendo una bata, y con su lacia y larga cabellera blanca y negra, siempre recogida dentro de un pañuelo; salía como disparada de la cocina con el cucharón en la mano, a añadir algún comentario chistoso al tema que se estuviera hablando. Y con el mismo cucharón les daba a sus hijos por la cabeza cuando hacían chistes referentes a ella. La hermana de Luis era la única que tal parecía no encontrarle la gracia a nada. Todavía no entraba a la escuela de leyes y ya actuaba como jueza de la humanidad. Y aun así sus comentarios sarcásticos hubieran generado aplausos de haber sido dichos en un stand up comedy show. Pero, ella misma, por más que intentara evitarlo, a veces dejaba escapar una sonrisa con las ocurrencias de sus hermanos. El mismo Ramón aun después de convertirse a la religión mantenía su humor. Aunque mucho más respetuoso que el de sus hermanos, quienes eran más bien profanos. Hasta las hazañas de Ramón sonaban cómicas en la voz de sus hermanos, con policías volando por los aires y tipos orinándose en los pantalones. Había que escucharlas de alguien que no fuera de la familia para comprender cuan serios en realidad habían sido los hechos. Ramón solo se limitaba a sonreír y decir: "Eso era el viejo hombre".

Cuando llegamos al tercer piso, había un señor vistiendo un uniforme similar al del muchacho en el segundo piso, conversando con la mamá de Rafael. Tan pronto nos vio, Rafael salió a recibirnos.

--- ¿Tu no te irás a meter en la cuestión esa? ---le pregunté.

---Eso es un club que hay en la iglesia de titi. Hacen jiras y campamentos y to' eso, ---dijo.

---A mi no me llama la atención acampar con un chorro de machos, ---dijo Luis.

---Ahí hay nenas también. Y el próximo campamento va a ser en la playa.

---Coño, eso suena bueno ---respondió Luis. Y yo también cambié de opinión. Así que hablamos con aquel señor y él fue a mi casa a hablar con mi mamá, y luego fue a la casa de Luis a hablar con la suya. Y ese día nos inscribimos en los Conquistadores o como sea que se llamaran. Pero nunca llegamos a ir a una sola reunión o a campamento alguno. Cuando bajamos había como treinta muchachitos abajo.

--- ¡Viene! ¡Un esconder! ---gritó uno---. ¡La echo y no me la echan!--- Corrimos a done el niño estaba echando suertes. Albertito se quedó atrás como siempre, pero Rafael lo dejó pasar delante de él. A ninguno de nosotros nos tocó contar. Así que los cuatro juntos nos fuimos a esconder. Yo era quien iba indicando el camino a seguir, pero sin perder el hilo de la conversación

--- ¡Oye! Y las nenas en el club ese, ¿son lindas? ---le preguntó Luis a Rafael mientras caminábamos.

---Yo nunca he ido, pero me imagino que son las mismas nenas de la iglesia de titi. Y allí hay mucha nena linda. Tito ---como le decían en la casa a Albertito--- tiene una novia en la iglesia de titi.

Luis y yo comenzamos a molestar a Albertito: --- ¡Uuuu! Vaya Albertito. El más calla'ito salió el más listo. ¿Está linda tu novia? Yo creía que tu novia era la gordita del catorce. Y como la vergüenza no le permitía contestar le preguntamos al hermano, y este la describió como rubia y de ojos azules. Aunque en realidad era más bien colorá y con pequitas. Las veces que acompañé a Albertito a la iglesia, sus ojitos azules lo perseguía por doquier. Pero a Alberto ya ni las azucenas le olían.

---Coño Alberto ---dijo Luis---, tú eres mi héroe.

---No hables que a ti te gusta Casandra ---dijo Albertito como para desquitarse de su hermano por haber divulgado aquel secreto. Y Luis y yo comenzamos a echarle los mismos chistes que a su hermanito un instante atrás, mientras Rafael porfiaba: --- ¿Qué Casandra? ¿Qué Casandra?

--- ¡Qué Casandra! La hermana de Stephany ---contestó su hermano.

--- ¿Y es bonita la Casandra esa?--- pregunto Luis, y Albertito comenzó a describírsela. Con cabellos negros y ojos grises como los del mismo Luis.

--- ¿Te gustan mis ojos Rafael? ¿Quieres un besito?

---Vete a la mierda ---dijo Rafael ya con la trompa parada, que era su inconfundible expresión de enojo. Y Albertito añadió: ---A Rafi le gusta Casandra porque tiene tetitas.

--- ¡Uuuu! ---comenzamos a decirle---. Cachondo, eres un bellaco. ¿Y para eso es que tú vas a la iglesia con tu tía? Y Rafael continuaba porfiando: ---A mi no me gusta esa nena.

---Pues ya a mi me está gustando ---dijo Luis---, Así que si tú no la quieres me la presentas a mi.

---Váyanse los dos a la mierda... Los tres.

Entonces le pregunté: ¿Y cómo se llama la novia de Alberto? Pues Stephany, me dijo.

--- ¡Ah! ¿Entonces son hermanas? Hermanos y hermanas.

---Estos muchachitos son unos degenerados ---me interrumpió Luis, y enseguida se escuchó una detonación. Esa fue la primera vez en mi vida que tuve la sensación de que todo a mi alrededor ocurría en cámara lenta. Delante de nosotros habían unas personas jugando dóminos. El sol de la mañana estaba frente a nosotros, así que solo vi sus siluetas. Con el primer disparo volcaron la mesa de dóminos y corrieron hacia la izquierda. Ya nos habíamos dado vuelta y comenzado a correr cuando sonó el segundo disparo. Entonces Luis gritó: ¡Rafaelito! ¡Rafaelito se quedó atrás! Nos volvimos a donde él estaba tirado en el suelo, en la misma posición en que están los bebés en el vientre de su madre, temblando asustado y con lágrimas en los ojos. Luis decía que en aquel momento escuchó hasta las balas pasar zumbando alrededor de su cabeza. Yo por mi parte no escuchaba nada. Todo era lento y callado, como en un sueño.

--- ¡Corre Rafaelito, que son tiros! ---le grité. Pero él solo permanecía allí llorando y temblando. Entonces Luis lo agarró del brazo para levantarlo, y cuando lo haló, un chorro de sangre brotó de su cuello. Salimos corriendo, gritando: ¡Le dieron un tiro a Rafaelito! ¡Le dieron un tiro a Refaelito!

Escondido detrás de la esquina de uno de los edificios Albertito asustado y lloroso veía todo.

Capítulo 2

Esto no es una publicación oficial de la Iglesia Adventista de Séptimo Día, ni pretende representar el sentir oficial de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, ni de ninguna otra organización religiosa. Todo el contenido es responsabilidad del autor; Víctor M. Monsanto Ortega.

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